Huele a orín en mi mochila.
Será por los melocotones que chocan contra la luna preñada de imperfecciones.
Están tan maduros que su putridez llora lágrimas encendidas por la noche. Y se esconden tras las sábanas y no dan néctar, imposible. Dan miedo, eso sí.
Están tan maduros que su putridez llora lágrimas encendidas por la noche. Y se esconden tras las sábanas y no dan néctar, imposible. Dan miedo, eso sí.
Por eso huele a orín.
Huele a orín en mi vientre.
Será por las uñas anquilosadas por su crecimiento que se separan en capas para llegar al epicentro. Están tan rotas que no cortan, ni se cortan, se desvanecen entre la niebla arenosa de tu mente.
Por eso huele a orín.
Huele a orín en tu plato.
Será por tus ojos que miran infinito y ven la nada, respiran caricias ensangrentadas por tu constancia, que no sirve de nada. Ellos respiran la marea suave y cansada de tu retina.
Por eso huele a orín.
Huele a orín en tus palabras.
Será por la luz que tanto atisba tus palabras. Tan reales y vacías, tan mentiras y agotadas que no dicen nada. Así van, volcándose al precipicio de la cascada de tus gramáticas.
Por eso huele a orín.
(Mientras la luna revienta a parir).